martes, abril 10, 2018

“El otro otoño”, de Bruno Schulz





De todas las búsquedas, de todos los trabajos científicos emprendidos por mi padre en los raros momentos de paz que interrumpían la penosa serie de desgracias y catástrofes que afligieron su tormentosa vida, los preferidos por él fueron, indudablemente, sus estudios de meteorología comparada, consagrados al clima específico de nuestra provincia, rica, como se sabe, en fenómenos climáticos únicos en su género.

Fue mi padre, y sólo él, quien echó las bases de un análisis hábil y eficaz de las diversas etapas de nuestro clima. Su Sumario de una sistemática general del otoño desentrañó para siempre la naturaleza íntima de una estación que, en nuestra provincia, reviste una forma notoriamente crónica, ramificada y parasitaria, y que, bajo la denominación de verano indio, se hunde, arrastrándose, hasta el seno de nuestros inviernos multicolores.

Sí, fue mi padre, debo insistir en ello, quien por primera vez explicó el carácter, secundario por excelencia, de una formación larval, tardía, que sólo es, casi, una simple infección del clima, debida a los miasmas de ese arte barroco y degenerante que desde hace siglos se acumula en nuestros museos. Sabiamente descompuesto por el olvido y el hastío, herméticamente encerrado en las salas, ese arte de museo acaba por congelarse bajo la forma de vetustas confituras y dulcificaba exageradamente nuestro clima. Fomentaba entonces ricas malarias, espléndidas fiebres, en el justo medio de ese libertinaje, ese delirio de colores en que se consume el esplendor de nuestro otoño.

–Lo bello –decía mi padre– es enfermedad, escalofrío íntimo que anuncia la infección secreta, sombrío preaviso de podredumbre rescatado de las entrañas de la perfección y que ésta misma saluda con un suspiro de la más profunda felicidad.

Algunas observaciones preliminares sobre nuestro museo provincial ayudarán, sin duda, a captar mejor el problema. Los orígenes del museo, que se remontan al siglo XVIII, se deben a la admirable pasión de coleccionistas de los padres basilianos, que dotaron por entonces a nuestra ciudad de esta excrecencia parasitaria, que recargaba su presupuesto con gastos tan exorbitantes como poco rentables... Más tarde, el tesoro de la República adquirió por unas migajas de pan las colecciones de la empobrecida orden, se arruinó tratando sostener un mecenazgo magnánimo, digno de una residencia real. La nueva generación de ediles, más práctica y sobre todo más consciente de la realidad económica, inició una serie de tratos con el director de las colecciones del Archiduque, a la cual intentó –por otra parte sin resultado alguno– transferir su museo. Se vieron obligados a cerrar el edificio y disolver su comité, no sin haber asegurado una pensión vitalicia al último conservador. En el curso de esas tratativas, los expertos se vieron forzados a constatar, sin discusión posible, que el valor de las colecciones había sido sobreestimado exageradamente por los patriotas de pura cepa... Muy crédulos, nuestros monjes se habían dejado vender más de una falsa obra maestra. En las paredes no había un solo cuadro de maestro; esas series de telas eran debidas a pintores de tercera o cuarta categoría, pertenecientes a viejas escuelas de provincia, esos callejones desolados de la historia del arte sólo conocidos por los especialistas.

Los buenos monjes, cosa extraña, tenían un acentuado gusto por los temas militares: la mayoría de esos cuadros representaban escenas de batallas. Una penumbra dorada, de oro quemado, iluminaba los crepúsculos de esas telas pasadas de moda, gastadas por el tiempo y en las cuales vetustas armadas olvidadas, flotas enteras de carabelas y galeras se hallaban varadas en el fondo de radas sin mareas y hamacaban en sus velas, siempre infladas por el viento, la majestad de muertas repúblicas.

Apenas podían distinguirse en esos cuadros, bajo barnices ahumados que viraban al negro, vagas escaramuzas de caballería. En la vastedad vacía de las campiñas calcinadas, bajo un sombrío sol de tragedia, largas cabalgatas, encuadradas por los blancos ramilletes de algunas salvas de artillería, desfilaban apretadas, en medio de un silencio amenazante.

En las telas de la escuela napolitana, una tarde de vapores dorados, vista como a través de una botella de vidrio verde oscuro, envejece sin cesar en su halo de bruma. Frente a nosotros, en el fondo de esos países perdidos, un sol ofuscado por las nubes parece marchitarse sin prisa, en vísperas de un cataclismo cósmico. La declinación de todo un mundo se trasluce en las débiles sonrisas, en los gestos fútiles de esas pescaderas doradas que, no sin cierta gracia, ofrecen por docenas sus pescados a unos cómicos de la legua. Todo este universo ya ha sido juzgado y hace mucho tiempo que se ha esfumado y ha desaparecido. De allí la dulzura del gesto final, solitario para siempre, que subsiste, extraño a él mismo y ya perdido, siempre renovado y siempre inmutable.

Más lejos, aun más lejos, en el fondo de ese país habitado por un pueblo indolente de arlequines y de pajareros, en ese país sin peso ni consistencia alguna en el que unas jovencitas turcas amasan, con sus manos regordetas, tartas de miel que ordenan sobre caballetes, dos chicos con grandes sombreros napolitanos pasan llevando una jaula de palomas parlanchinas por medio de una vara que apenas se curva bajo el peso de su carga alada de arrumacos. Y más lejos, aun más al fondo, en el borde mismo del horizonte y de la tarde, en los últimos escaños de la tierra firme, allá donde, sobre los límites de un vacío color de oro turbio, una mata de acanto a punto de secarse se mece aún, allá pues, tiene lugar la última partida de cartas, la última jugada, la última apuesta humana antes de la gran Noche que avanza.

Toda esa cambalachería, ese desván de belleza arruinada que se acumula en nuestros museos, ha debido sufrir, bajo la presión de largos años de hastío, un doloroso proceso de destilación.

–¿Pueden imaginar –preguntaba mi padre– la desesperación de una belleza que se sabe condenada, su desamparo de días y noches sin cuenta? Con sempiterno ímpetu, se arriesga a falaces subastas, a simulacros de remates; multiplica las adjudicaciones, las posturas tumultuosas, se apasiona por esos juegos de azar desenfadados y sin vergüenza, juega a la bolsa y arroja todos sus fondos por la ventana; en suma: dilapida sus riquezas, para recuperar un día el sentido y darse cuenta de lo inútil y gratuito que ha sido todo eso. ¡Nada hará salir de su circuito a una perfección condenada a sí misma, nada aliviará su dolorosa abundancia! ¿Cómo extrañarse de que tal esplendor, a la vez impaciente e impotente, haya terminado por encarnarse en nuestro cielo y reflejarse en él como en un espejo, abrasando los horizontes con un verdadero incendio hasta degenerar en una serie de fantasmagorías, espejismos y engaños atmosféricos, en gigantescos desfiles de carnaval, cabalgatas y marejadas de nubes enloquecidas, fenómenos todos que yo llamo nuestro segundo, nuestro seudo otoño.

Sí, ese segundo otoño de nuestra provincia nos parece el espejismo febril de un enfermo, que lanza nuestro cielo, en una inmensa irradiación, la moribunda belleza confinada en nuestros museos. El otro otoño no es más que un vasto teatro ambulante, resplandeciente, chorreado de sueños poéticos y de mentiras; una hermosa cebolla dorada que renueva el decorado exfoliándose, dejándose caer brizna tras brizna. ¡Jamás, nunca jamás llegaréis al fondo! Detrás de cada bastidor, de cada panel que acaba de envejecer, de apergaminarse, con un rumor de papel arrugado, aparece uno nuevo, fresco y radiante que, al término del breve gozo de un instante de vida verdadera, deja entrever, en el momento de extinguirse, su naturaleza de simple papel de escenografía. ¡Sí, esas perspectivas son en realidad ficticias, panoramas de utilería! Sólo el olor es real, ese relente de bastidores que envejecen, de camarines en los que flotan los efluvios del incienso y de los afeites. En seguida el crepúsculo –un desorden prodigioso– se hace de la partida: es toda una mezcla de bastidores y de trastos destrozados, de trajes que han sido quitados apresuradamente, en la que uno se hunde como en un montón de hojas secas. El desorden reina en el escenario; todos quieren correr el telón de boca y el cielo, el inmenso cielo del otoño, deja colgar los oropeles de sus perspectivas laceradas, mientras en la bóveda celeste resuena el chirrido de las poleas. Y coronando el conjunto, flota en el aire esa especie de fiebre apresurada y desordenada, ese carnaval sin aliento y como retrasado, pánico de sala de baile hasta el alba... Torre de Babel de enloquecidas máscaras que no consiguen reunirse con sus trajes correspondientes.

El otoño, claro está, el otoño, época alejandrina del año, que acumula en sus gigantescas bibliotecas, la estéril sabiduría de los 365 días del circuito solar. ¡Oh! mañanas senescentes, amarillentas, apergaminadas, con la dulce miel de su sabiduría, casi veladas en retraso... Prólogo del mediodía con su sonrisa llena de astucia, formada por estratos múltiples, como esos palimpsestos cargados de sabiduría o esos viejos infolios ennegrecidos. ¡El día otoñal! ¡Ah, viejo bibliotecario sutil y astuto que va arrastrando por las escaleras una bata raída y gusta todas las confituras amontonadas por las civilizaciones y los siglos! ¡Cada pisaje es para él, el prefacio de alguna novela de caballerías! Se divierte dejando que los héroes de las antiguas gestas se paseen bajo el cielo de miel ahumada, en ese invierno apenas iluminado por una dulzura morosa, pleno de bruma y de tristeza. Inclinémonos sobre las nuevas aventuras del noble Hidalgo en alguna casa solariega de Lituania... Sigamos los trabajos y los días de Robinson Crusoe vuelto ya a su Romorantin natal...

En veladas moribundas, inmóviles y sin aliento, o en el seno de un crepúsculo dorado, mi padre nos leía páginas de su manuscrito. El vuelo triunfal de la idea le hacía olvidar por un momento la presencia de Adela, siempre amenazante. Soplaron las brisas tibias de Moldavia, levantando una monótona inmensidad de ocres insulsos, hálito estéril y dulzón que venía de los países del sur... No, el otoño no se decidía a morir. Diáfanas como pompas de jabón, las auroras nacían cada día más bellas y etéreas; todas parecían tan perfectas, tan nobles, que cada uno de sus instantes nos parecía un verdadero milagro que se prolongaba hasta los límites del dolor.

En el recogimiento de esos días magníficos y profundos, la esencia misma de las hojas cambiaba imperceptiblemente, y una buena mañana los árboles despertaban nimbados por la llamarada de un follaje inmaterial: de pie, con un esplendor arácneo e impalpable, permanecían en medio de una multicolor lluvia de confetti, enjambre espléndido de pavos reales y aves fénix al cual apenas bastaría un ligero aleteo para despojarse de su maravilloso plumaje, más leve papel de seda ya humedecido, ya perfectamente Inútil.



en La calle de los cocodrilos, 1982











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